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En todo hombre existen dos planos: el del pensamiento y el de la acción.
El primero se corresponde con una especie de mundo interior, donde el “yo”, la conciencia (o la autoconciencia que dirían algunos) es el soberano, que campa a sus anchas. En el “yo”, en los propios pensamientos, cada uno es libre de pensar lo que decida y hasta donde quiera o, dicho de otra manera, cada uno pone los límites a su propio pensamiento.
Es un terreno relativamente cómodo, porque, al menos respecto del pensamiento, no estamos obligados a rendir cuentas ante nadie, sólo ante nosotros mismos. Sin embargo, en el terreno de la acción no somos tan libres.
Nuestras acciones deben acompasarse a los actos y pensamientos de otros. Cuando el “yo” se encuentra con el “tú” o con el “vosotros”, e incluso con el “nosotros” (que es un “yo” que se junta con otros “yoes” que forman parte del mismo grupo) ya no es libre de decidir –y menos de actuar– por su cuenta, tiene que empezar a contar con el “otro” o con los “otros”.
Nuestras acciones raras veces no tienen repercusión sobre los demás. La escritura y, en general, lo que expresamos a través de cualquier medio, se encuentra en ese extraño punto intermedio entre el pensamiento y la acción. Es pensamiento en cuanto que es plasmación de nuestras ideas, pero es acción en la medida en que puede ser capaz de influir en los pensamientos e incluso las acciones de los demás. El mismo hecho de hablar o de escribir, en sí mismo, constituye una forma de acción. Al final, estamos en el “yo” y su “circunstancia”, que decía Ortega y Gasset.